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Experiencia 4x4 - 2002 - De la Selva al Desierto

(Por Claudio F. Capace / Revista Auto Test)



Sonidos de la selva.


Cuando llega la hora de relatar un recorrido, una travesía y se enfrenta esta página en blanco, viajamos de nuevo. Así se suceden, en remolinos y desordenados, los momentos que más nos marcaron. Quizá en tiempos arbitrarios y formas antojadizas, pero con el inveterado valor de lo espontáneo. Antes de pintar las vivencias de doce días de competencia, nos referiremos a dos puntos donde queremos dejar posición sentada: uno es resaltar el hecho de la concreción del viaje: se vencieron todos los escollos -antes y durante su transcurso- y el arribo final a Atacama asegurando la próxima edición fue un reconocimiento al esfuerzo realizado.

Miguel Ángel “El Chino Fernández”, le rezó a todos los santos. No se salvó de su súplica ni la leyenda del Gauchito Gil, ésa que desde las banquinas embanderadas color carmesí le hace una mueca de justicia a la historia de los eternos desamparados. El Chino ya lleva cinco días viviendo con su familia arriba del desvencijado Rastrojero, su única herramienta de trabajo, y no parece ser que las cosas cambien. Alrededor todo es agua. Un metro y medio de líquido color marrón que le traga el rancho y las pocas pertenencias. El asfalto había llegado finalmente a la ruta provincial n°9, cerca de Miraflores, pero “los de la concesión” se habían olvidado de los desagües y las alcantarillas, y no son tiempos éstos para que lo escuchen a uno por estas cuestiones menores.

Esa tarde el hombre de mirada profunda y temple de quebracho creyó ver poco

menos que una aparición ante la llegada del contingente a ese rincón del Chaco, y sin preguntar si eran enviados divinos o carnales, se abalanzó a la ruta en busca de ayuda. Lo que sigue es imaginable. A pesar del cansancio, el hambre y las ganas de arribar al próximo “acampe”, los equipos se pusieron de acuerdo, corte de ruta, tren de eslingas, malacates, palas, todos al agua a empujar y después de una larga hora el Rastrojero que tose, refunfuñando humedad, arriba del asfalto. Las sanguijuelas y el olor a podrido pegado en las ropas nos abandonarían recién dos días después. El trazo en el mapa tiene un categórico destino este-oeste.

Después de la ceremonial salida de Cataratas, el tumultuoso cruce por tres fronteras -lo más parecido a una película clase B del sudeste asiático- y el reingreso al territorio nacional vía Clorinda, fuimos en busca del río Bermejo al sur de Formosa. Por trayectos secundarios y olvidados, huellas perdidas y una geografía clara: una sabana plagada de palmeras bajas, pájaros y esteros, apenas matizada por pajonales altos. El camino es alternativamente un colchón de veinticinco centímetros de polvo áspero y seco o un pantano arcilloso e impasable. Después de un aguacero corto e impiadoso, damos de bruces con él: un vigoroso torrente de agua color marrón que nos separa más de un centenar de metros de la otra orilla, con siete metros por encima de su caudal normal, profundidades que superan los diez metros y una velocidad de paso de 35 km/h. El esperado Bermejo. ¿A que viene tanta referencia?, la organización programó el cruce de la caravana...en un pontón inflable. Sólo llegar hasta la orilla de salida demandó más de medio día: hubo que hacer un camino de ramas: la arcilla y el monte se tragaban todo. Todos comprenden que la cosa va en serio a la velocidad que pasan los troncos a la deriva no hay mucho margen de error.

Se inflan los dos pontones, se acomoda la primera chata arriba, se ajusta todo, se pasan las eslingas para que las dos lanchas remolquen la embarcación y allá van. Las caras que van arriba del primer envío hablan por sí solas. Del otro lado, otros dos equipos “cazan” la camioneta y procurar su arribo, indemne, a la orilla.

El operativo de traslado del contingente lleva el resto del día, cada llegada es coronada por aplausos de medio Presidencia Roca, que se da cita en la ribera para disfrutar de tamaño espectáculo. Con todos mojados pero en tierra es tiempo de seguir, ahora por Chaco. Los primeros kilómetros nos presentan las estribaciones del Impenetrable, ese páramo intangible de horizontes negros y pasos inexplorados, una línea imaginaria

y apasionante que cruzaremos entre las localidades de Castelli y Rivadavia. Los caseríos a la vera del paso son reflejo cruel de la indigencia en sus formas últimas, las huellas de barro se deshacen en medio del agua.

Pasan como un suspiro entrecortado Pampa del Indio, Tres Isletas, Castelli y Miraflores, la puerta del Impenetrable. El terraplén barroso por el que vamos parece no tener fin, una mala maniobra y el

agua pasa de los zócalos. Pero somos muchos y la huella se degrada, uno, dos encajados y la noche cae lenta, con todos los sonidos de la selva amplificados, temerarios y cautivantes a dos pasos. Hay lugares que se pasa a centímetro a centímetro, haciendo equilibrio, acomodando entre varios las camionetas para que

no se caigan. Un pantano que es interminable y la voz de Chapitel retumba por las radios con un eco difuso “Vamos a trabajar hasta no más de la una de la mañana”. El cuerpo es una cosa pegajosa y huele a Off y a sudor, estamos empapados pero no llueve, aparecen por doquier ronchas desconocidas, picazones nunca experimentadas. El clima es denso, pesado, húmedo. Miro el reloj, son recién las seis y cuarto y la noche se traga las sombras, un bombardeo de relámpagos cruzando las estrellas nos indica que todavía se puede estar peor. Y Chapi dio la orden de seguir sólo siete horas más. Por alguna obra del destino y la providencia logramos dejar atrás y sin lluvia, esa tortura de alquitrán barroso.

El panorama se abre un poco pero las huellas son inciertas y se pierden, el GPS se marea y desde el grupo líder otra vez Chapi desde la radio ”Nos detenemos porque estamos enredados en un monte...” Trato de imaginar qué será una 4x4 enredada en un monte, pero no intuyo nada bueno. Esa noche recibe nuestros huesos un puesto sanitario con pretensiones de pueblo llamado Las Hacheras, entre la hospitalidad de las dos chicas encargadas del puesto y el armado de carpas al lado de la iglesia, las estrellas se llevan los últimos murmullos.

No sé cuantos días llevamos, pero confieso que ya extraño una ducha. En Pozo del Toro, trescientos metros de agua y vegetación nos separan del camino y obligan a formar un tren de cuatro  eslingas y tantas camionetas con las reductoras al rojo vivo. Suceden luego horas de polvo a mansalva, forzadores a full y pueblos que no son más que una escuela y un almacén, y a veces ni siquiera eso. Tratamos de reaprovisionar en Nueva Pompeya, una misión marista cuyo cartel de entrada lo dice todo “corazón del Impenetrable” pero el desabastecimiento de gasoil, mucho más crudo en el interior, le agrega a todo un toque de incertidumbre. El ploteo corre por la computadora, avanzamos a lo largo del Bermejito (antiguo cauce del Bermejo), cruzamos a la ribera norte y en las inmediaciones de Rivadavia, después de California (quién diría....), llega finalmente la provincia de Salta. Las margaritas silvestres y un mojón de la ruta 13 nos marcan el adiós al Impenetrable, ¿nos volveremos a ver? A partir de La Unión aparecen los primeros cultivos y cambia el piso y la atmósfera, pero el ripio no permite ningún descuido al volante y los pedales.

Dejamos el plano (anduvimos entre los 80-150 metros sobre el nivel del mar) y aparecen las primeras serranías. Salta como nunca y como siempre, sorprende, la yunga explota los sentidos. Casi como una bendición, después de tanta tierra seca y tanto polvo vadeamos el Santa Rita. Revienta la paleta del Creador: paredes verdes, rojas y ocres, vegetación que brota por todos los poros, cuesta creer que en tan pocos kilómetros Natura nos brinde costados tan disímiles. Cerca de Jujuy nos cambia el clima, ya andamos a mano de las nubes a 1.400 m. y el frío obliga a echar mano del polar. Llega San Salvador y fin de la primera etapa: 1.640 kilómetros recorridos y  17.000 puntos de marcados. Una pausa necesaria.


Llegar adonde vive Elizabeth es llegar a un punto muerto. La mujer tiene una mirada a prueba de mentiras y una edad indescifrable: pueden ser veinte como treinta y cinco los años. Es secretaria de la intendencia, madre, guía, esposa y despachante de gasoil en el edificio que oficia de escuela, juzgado, despensa de combustible y municipalidad del caserío. Tiene el rostro curtido por los vientos y el frío y el carácter reservado. Su historia es la historia de Tolar Grande. Atado desde siempre al destino de la mina de azufre La Casualidad, su cierre hace treinta años -en un episodio litigioso con Chile nunca bien aclarado- cambió para siempre el sonido del viento en este rincón salteño. El ferrocarril fue su sueño de progreso y bienestar, hoy es su silencio de muerte. En los ´80 Tolar Grande supo tener más de 1.000 habitantes y en La Casualidad vivieron casi 1.500 obreros. Hoy en la plaza del pueblo los juegos añoran correrías y danzan sólo sacudidos por el viento, los pobladores que quedaron a la espera de la nada apenas suman ciento cinco. En La Casualidad las cosas no van mejor: sólo dos cuidadores se mueven entre los barrios desolados, custodiando que los camiones de municipio vecinos no se roben lo único que queda en pie, los marcos de las puertas...

Mientras nos despacha gasoil en un balde metálico de veinte litros, a Elizabeth se le nubla la mirada y el rostro, añora la gente, los chicos, la felicidad, la vida. Dice que el gobernador nunca llegó a este paraje y es consciente que la historia se termina, irremediablemente. Que habrá que juntar las cosas, cerrar las puertas y despedirse de los muertos. Éstos y los sueños de Tolar Grande serán patrimonio del sol y del viento, a los pies del salar, como fue siempre. Remontar la quebrada de Humahuaca es siempre un misterio del alma, el sonido de

una cuerda desconocida que tenemos dentro. ¿Cómo citar en un párrafo el sentimiento que despierta Purmamarca?, tenemos la suerte de parar un rato, dar una vuelta por la plaza, bebernos todos los colores que

bajan de la montaña y oxigenar el espíritu. Estamos a 2.345 metros de altura y vamos al oeste, en busca de los salares.

Pero antes es tiempo de cuestas y quebradas. A medida que se trepa, sorprende el movimiento volcánico y las grandes concentraciones de lava producto del arrastre de sedimentaciones. Atravesamos sectores muy ricos desde el punto de vista arqueológico, evidencias palpables de la cultura aimará. La piedra le gana la pulseada al verde y pasan como fantasmas de la tarde, pircas milenarias, pueblitos y cementerios. A veces es difícil distinguir entre uno y otro. Nuestro destino próximo es San Antonio de los Cobres y nuestro escollo inmediato la cuesta de Lipán (4.200), con inmensos conos de eyección de piedra que salen de los valles; después de la quebrada de Purmamarca, con la últimas horas del día tenemos nuestro primer encuentro blanco con las Salinas Grandes, un festival para las cámaras y un regalo inolvidable. Las nubes nos velan los colores, pero el sol de a poco pone las cosas en su lugar.


Entramos a bajar por caminos muy secundarios, pasan en los retrovisores El Moreno, El Angosto, paraje Tres Cruces, Tres Lagunas y Puerta Tastil. El camino se pierde otra vez y termina en el lecho del río Rosario. Y si el camino termina en el lecho, tendremos que andar por el lecho. Unas experiencia única eso de andar varios kilómetros de noche y en medio del agua hasta arribar San Bernardo de las Zorras y luego a San Antonio de los Cobres, ya sobre los 3.800m. La noche en San Antonio comienza a acomodarnos con el llamado mal de altura. Sobre los 4.000 metros el sufrimiento es parejo y Marcos, el médico itinerante de la caravana, tiene más trabajo que de costumbre. Los tubos de oxígeno pasan a formar parte de la geografía doméstica. El día despunta soberano, están programados ejercicios de conducción cerca de Santa Rosa de los Pastos Grandes, se circula por mares de piedra que adoptan las formas de montaña, los motores braman y el humo negro indica que el esfuerzo no es poco. Vamos por el camino a Socompa hasta el Abra de Chorrillos, nos desviamos hacia el

sur para pasar por el Abra de Gallo y Sierra de los Pastos Grandes (4700 m.) En Santa Rosa, hay una escuela y una calle apenas definida por tres casas en medio de un páramo de roca. Inolvidable el pan casero del establecimiento escolar y las caras de gente que no sabe de feriados ni de francos para el sacrificio en serio. Ya se perciben, a lo lejos los salares y algunos picos nevados como el San Martín, que esconde tras de sí al valle de Cachi. Los filtros de aire poco retienen y a veces todo es una nube amarilla y espesa que se pega en el parabrisas. De día calor pesado, de noche frío polar. Los trayectos se hacen casi todos en baja y subiendo, siempre subiendo. Nos cuesta creer que todo el oeste de la cordillera guarde tamaña cantidad de salares, algunos encadenados, otros sueltos, Quirón, del Hombre Muerto, Antofalla, Arizaro, todos con sus colores y sus suelos particulares, sus flamencos rosados o sus vientos blancos. Secos y ardientes, todos dejan una marca difícil de explicar. Seguimos fieles el recorrido del tren, a pesar de no tener a la vista ni vías, ni durmientes ni nada que se le parezca, de vez en cuando alguna que otra estación abandonada o semiderruida. Pero Salta nos tiene preparada otra puesta en escena increíble. La orografía empieza  redondearse, aparecen lechos de ríos secos y el cielo se abre, azul furioso. Ya da lo mismo ir con el forzador del aire en la velocidad cuatro que con la ventanilla abierta: todo es polvo. Adentro y afuera.


Entramos en la Quebrada del Quirón hasta el salar de Pocitos, pero entre éste y Tolar Grande la maravilla: Los Colorados, indescifrables cañadones color óxido que cierran el camino desplomándose y al que suceden 7 curvas, un paisaje lunar en un remonte infernal de altura con interminables idas y vueltas sobre sí mismo,

después, el Salar del Diabol el solo hecho de imaginar que un tiempo remoto todo eso fue una gran lago nos hace perder los parámetros; de repente las montañas vuelven rojas y están nevadas ¿nevadas?, no, es la sal y el viento que las pintan a su antojo. Termina el periplo con el abra Navarro. Delicia para el manejo y la vista.

Se programa  hacer noche en la mina La Casualidad, suerte de pueblo abandonado donde, nos informa Ricky, sólo hay disponible una capilla para el pernocte. Más allá de la religión y los ateísmos a todos les parece una buena idea en virtud del frío y la helada que ya está bajando. Increíblemente después de cruzar el salar de Arizaro (35 km.) aparece en medio de la nada un tramo de impecable asfalto que acerca la mina a Tolar Grande, precisamente desde Estación Caipe. La altura está haciendo estragos y todo cuesta el doble. Rodeada de vagonetas abandonadas, cables de acero esparcidos que suben y bajan las montañas y senderos blancos de azufre que adivinan el antiguo trazo de la línea de carga, aparece La Casualidad. Para nosotros una especie de paraíso, desde casa y por tele puede asemejarse a Croacia o cualquier pueblo

recientemente invadido o bombardeado. Nadie se olvidará de esa noche en ese lugar. Cincuenta personas acomodando sus bolsas de dormir en una iglesia abandonada a las buenas de Dios y con la vía láctea

como nunca la vimos, ahí, al alcance de la mano. No alcanza el asombro para descubrir estrellas fugaces y satélites, en medio de ese charco azul e infinito que cae por sobre los hombros. El silencio y el frío lo envuelven todo, estamos bajo la soberana mirada del Llullaillaco que custodia todo desde sus 6.723m. Las camionetas resisten bien el esfuerzo y el convoy oriental ya tiene a esta altura (del viaje, no del nivel del mar, que sigue siendo muy alto) una dinámica que le permite ponerse en movimiento bastante rápido, hasta las paradas “técnicas” parecen premeditadas y se resuelven express. Se respira el aire de cordillera pura, de a poco nos acercamos al frío de Socompa, pero antes, jornada de rescate en el Salar del Llullaillac lo que iba para medio día se convirtió en un infierno de arcilla blanca en el que no había malacate que pudiera desenterrar las camionetas.

Como siempre, siempre se sale, y por huellas de piedra bordeamos la laguna de Socompa. Nos sorprende un tren descarrilado que pinta la ladera de la montaña -cerca de la estación Quebrada del Agua- y de nuevo esa rara sensación de soledad total y extrañeza absoluta, son miles de kilómetros cuadrados sin rastros de nada, con la piedra viva como único y privilegiado testigo. En el ánimo general se percibe que la meta está próxima. Dos días solamente y todo acaba, pero a pesar de las incomodidades nos envuelve una extraña melancolía: se sabe arribamos a lugares a los que difícilmente se retorne. Casi se acostumbra el oído a todos los caballos que se roba la altura, todo es despacio y con el acelerador a fondo. La exigencia, plena.

Dormimos en el puesto fronterizo y los gendarmes nos ponen al tanto de penurias presupuestarias y olvidos gubernamentales. Se improvisa un gran rancho general. Afuera un frío del demonio, adentro, el calor de las despedidas que se empiezan a gestar. El trayecto hasta Atacama se cubrió sin novedades (previo paso por el Land Rover volado hace unos años por una de las minas chilenas puestas por el conflicto de 1979) y el final fue a toda orquesta: en el llamado Valle de la Luna, sito a 15 km. de San Pedro, con trepadas de médanos y el ansiado hotel antes de las galas. Con el odómetro otra vez en cero para la próxima aventura y la cabeza puesta de nuevo en los problemas cotidianos, la Experiencia 4x4 2002 pasa al software de las vivencias personales y creemos que se abandona allí.

Pero sin avisarnos y de repente, al menor descuido en algún momento de algún día, nos sorprende una vaga tristeza que llega desde quién sabe dónde. Un recuerdo, un olor o una palabra, tal vez una imagen, y mágicamente, nos sentimos compañeros de ruta de Charles Darwin, aquel bretón que después de su paso patagónico tampoco pudo encontrar explicación a la triste melancolía que lo invadía al recordar los infinitos horizontes, los desolados parajes sureños, ¿porqué habitaban su inconsciente ésos sitios inhóspitos y solitarios en desmedro de otros lugares más calmos, civilizados y confortables? Habrá que escrutar cuál mecanismo del alma -a decir verdad, descreemos que el alma se regule por algún tipo mecanismo-, es el que nos hace tan vulnerable a la nostalgia de los momentos imborrables.


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